Aunque los que leen esto llevan toda su vida viendo la Plaza de España, lo cierto es que ésta no estuvo allí hasta 1911. De hecho, antes lo que había en la zona era la plaza de San Marcial, el Cuartel de San Gil y el prado de Leganitos. No fue hasta el derribo de este cuartel, en los primeros años del siglo XX, cuando se abrió el espacio que permitió configurar la que ahora es una de las plazas más emblemáticas de la capital de España.
Nada es lo que parece en esta historia. Ni el Cuartel era, en principio, una instalación militar, ni la plaza existía, sino que estaba convertida en zona de huertas que se regaban con las aguas del arroyo de Leganitos, que bajaba fresco por estas afueras de la capital. Al parecer, fue idea de Carlos III adquirir, para los frailes el antiguo convento de San Gil -que estaban entonces al lado del Palacio Real- una parcela próxima a la plaza de San Marcial. Fue proyectado como convento por Manuel Martín Rodríguez, un sobrino de Ventura Rodríguez, con la intención de albergar allí a los monjes.
Pero aquella obra nunca prosperó, y de hecho, fue otro arquitecto, Francesco Sabatini, el que finalmente construyó un cuartel sobre el lugar. Cuando aún no estaba terminado, en 1808, José Bonaparte instaló allí a la guardia de corps, y más adelante se le sumaron al edificio caballerías y llegó a ser también cuartel de artillería.
Por cierto que el Cuartel de San Gil tuvo también su protagonismo en las luctuosas jornadas del 2 y 3 de mayo de 1808, ya que fue uno de los lugares donde los franceses condujeron a los detenidos, que se contaron por cientos: la crónica de Blanco y Negro relataba cómo «se detenía a los transeúntes, cualquiera que fuese su edad, rango o condición, y el hallazgo en sus ropas de cualquier objeto punzante condenaba» a quien lo llevara a «estos depósitos de la muerte». Algo que le pasó, citan, a «Ángel Ribacoba, cirujano y practicante», a «Baltasar Ruiz y Claudio de la Morena, arrieros, por llevar apuntadas en las monteras las agujas de enjalmar», y a otros por llevar una lima, un cortaplumas o hasta una chaveta de cortar suela a un zapatero.
El edificio tenía una planta imponente: rectangular, dispuesta alrededor de tres patios -uno central, con el fondo en forma cóncava-, y con tres plantas de altura, cada una con 33 vanos. Sus fachadas eran de granito. Entre sus paredes se fraguó en su día una revuelta de sargentos contra la monarquía de Isabel II, la ‘sargentada’, que resultó fallida pero fue un precedente de la ‘Gloriosa’ que expulsó a la reina de España en 1868.
Los proyectos para derribar el cuartel se sucedieron: el primero se produjo durante el Sexenio Democrático (1868-1874), y lo abanderó el concejal Fernández de los Ríos, con el fin de mejorar el urbanismo de la ciudad abriéndole espacios que esponjaran el centro. Tirar abajo el cuartel de San Gil permitiría, defendía, ampliar la plaza de San Marcial. No se hizo, pero la idea quedó flotando y terminó madurando. Algo a lo que también ayudó el deterioro que fue acumulando el inmueble.
En torno al cuartel, iba creciendo lo que luego sería el barrio de Argüelles. Y hacia el otro lado, había ya proyecto para abrir la Gran Vía. Así las cosas, a finales del siglo XIX el Ministerio de la Guerra comenzó a dictar normas para el derribo del Cuartel de San Gil. De hecho, en 1896 se autorizó su demolición y la venta del solar resultante; con los fondos así obtenidos se pensaban construir nuevos acuartelamientos.
Pero el plan no se materializó hasta varios años después: El derribo se decretó en 1903, y comenzó en 1906. Duró cuatro años, y al acabar, el Ayuntamiento madrileño ya había puesto el ojo en el enorme espacio que se había abierto y en su utilidad futura: construir una plaza emblemática que sirviera de remate de lujo a la Gran Vía. Una idea que maduró durante mucho tiempo en los despachos, antes de llevarse adelante.